Monday, January 01, 2007

¿Cierra la ejecución de Saddam un episodio de la historia?

¿Quiénes son tus cómplices? Esta pregunta sería la que le haría un juez a un reo acusado de asesinato, sobre todo, si se trata de una masacre, y, muy especialmente, de un ataque armado contra otro país en el que hayan perecido cientos de miles de personas, una ofensiva militar para la que hacen falta “cómplices”, o “aliados”, si hablamos en términos castrenses.

A las seis de la mañana, hora de Irak, se ha cerrado un nuevo capítulo en la historia contemporánea no sólo de Irak sino de toda la región. A esa hora se apagaba la vida de un dictador que había incendiando la región durante más de una década y maltratado a su pueblo durante 24 años.

Que Saddam Husein merecía ser ejecutado es una verdad que pocos dudan pues durante su régimen de terror había causado la muerte de más de un millón de personas, de tal manera que en la historia contemporánea su nombre figurará junto a otros tan siniestros como Hitler, Musolini y Pol Pot.

En efecto, en la hoja de servicios del malogrado dictador figuran crímenes como la matanza con bombas químicas de kurdos en Halabcheh, —cuya imagen de niños y mujeres muertas ha dado la vuelta al mundo—, y las represiones contra los chiiíes del sur de Irak en las que perecieron más de 100.000 personas, gracias a la vista gorda de EEUU, a los que habría que sumar la represión contra sus opositores. Esto, en cuanto a lo que hizo dentro de su propio país,

En la escena internacional, de todos es conocida la guerra que le declaró a Irán durante la cual —8 largos y sangrientos años— murieron más de un millón de personas entre ambos bandos, y que dejó a su país al borde de la bancarrota y a Irán desangrado material y económicamente y con varias de sus ciudades semidestruidas por los misiles iraquíes. No bastándole este conflicto, que terminó 1988 con una resolución de la ONU que le daba la razón a Irán, por considerar que había sido objeto de agresión, en 1991 la emprendió contra Kuwait, significando en realidad el principio de su fin.

No vamos a ocuparnos aquí de los innumerables crímenes perpetrados por el ex dictador, sino del curioso hecho de que haya sido procesado y condenado a muerte por la matanza de 148 campesinos en la aldea iraquí de Duyail, lo que supone una más que ínfima parte del millón y pico de muertes de las que fue responsable directo.

Cuando Saddam fue llevado al juzgado, Irán también se presentó como acusación particular, llevando pruebas y documentación de los ataques que las milicias del dictador habían lanzado contra varias poblaciones civiles de Irán en las que usó las armas químicas que al parecer les había vendido Alemania y algunos países occidentales.

Sin embargo, en lugar de empezarse por su mayor crimen, su ofensiva contra Irán, —recordémoslo, condenada por la ONU—, el juez prefirió hacerlo por uno de los más pequeños.

Lógicamente, de haberse iniciado las acusaciones por la guerra contra Irán, formaría parte del proceso el que el fiscal le inquiriese si en la ofensiva y a lo largo de la misma tuvo cómplices, a lo que Saddam, no tanto deseoso por decir la verdad sino por vengarse de sus capturadores, señalaría con el dedo a los norteamericanos y a la primera ministra británica, Margharet Thahtcher, que le apoyaron con armas, dinero, tecnología, apoyo moral, mediático y todo lo que un país tan poderoso como EEUU tiene a mano, para que arremetiera contra un estado contra el cual se la tenía jurada el entonces presidente Ronald Reagan: la República Islámica de Irán.

Que EEUU utilizó a Saddam como ejecutor de los planes que personalmente no podía llevar a cabo contra Irán, es un secreto a voces sabido por los analistas y sospechado por el público en general. Washington ha intentado por todos los medios tapar este asunto, y así, cuando se acusó a Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano de haber hecho tratos con Saddam, aquel lo negó, aunque la prensa difundió al punto una fotografía en la que se ven a ambos dándose la mano, de cuando Rumsfeld viajó a Bagdad en calidad de enviado especial de Reagan.

Que los norteamericanos, los británicos y muchos países occidentales tienen mucho que callar lo demuestran varios hechos que se han producido en torno a este juicio, al que george Bush ha calificado de “justo”.

Además de las mentiras de Rumsfeld y el hecho de que en el 2003 Thatcher y Bush padre declinaran la oferta de Saddam de realizar un debate trilateral, en vivo y televisado, hemos visto cómo Saddam ha sido juzgado en Bagdad y no en la Haya, donde deben ser procesados los criminales de guerra, y Saddam, a cuyas espaldas cargaba con crímenes contra Irán, contra su pueblo, —ya sean sunníes, chiíes y kurdos— y contra los kuwaitíes, era razón más que suficiente para ser procesado en ese tribunal internacional por crímenes de lesa humanidad.

Mas la razón de que así no haya sido es obvia: en Holanda no se condena a muerte a nadie, y se hacía imprescindible deshacerse de un dictador que sabía mucho, que estaba deseando cantar. Había que destruir esa fuente de información en cuya base de datos obraba los nombres y apellidos de quienes les ayudaron en sus desmanes, tropelías y crímenes, sobre todo, los perpetrados contra los iraníes. Las declaraciones y confesiones hechas en los tribunales de la Haya podrían trascender enteras y sin censura a la prensa, y, al acusar directamente a algunos líderes occidentales, éstos no tendrían más remedio que comparecer también ante el juez, según lo dispone la ley. Un auténtico embrollo que era mejor evitar.

Mucha de la prensa occidental y no poca de la que se difunde en árabe pretende presentar la ejecución de Saddam como un triunfo de los Estados Unidos, sin darse cuenta que es más bien lo contrario: es la prueba fehaciente de cómo Washington quiere deshacerse del cuerpo del delito, de la prueba más palpable de que él —Norteamérica— instigó y ayudó a Saddam en su ataque contra Irán. Además, su muerte en la horca podría constituir un ejemplo muy negativo de cuál es el destino que les depara a aquellos gobernantes que se apoyan más en los norteamericanos que en su propio pueblo.

Ha sido un hecho para todos evidente, del que se ha hecho incluso eco la prensa occidental, de que el ataque a Irán ni se haya mencionado, ni tampoco el que lanzó contra Kuwait, y que se haya despachado el caso con el expediente más pequeño que obraba en la lista interminable de acusaciones contra Saddam.

Cientos de miles de muertos, viudas desconsoladas, huérfanos, soldados cuyos pulmones han dejado de respirar bien debido a los gases tóxicos, otros que han perdido la vista, un brazo, una pierna, o las dos, y, lo que es peor, que han trasladado sus males a sus hijos, es parte de la herencia dejada a Irán por el dictador ejecutado hoy sábado.

Hoy es un día grande para los iraníes, en realidad, se ha cerrado también uno de los capítulos de la historia contemporánea de Irán, aunque, a la vez, es un día triste pues se pervive la sensación de que no se ha hecho justicia con los mártires y los mutilados de guerra de esta nación.

La muerte en el patíbulo del dictador iraquí debería constituir una lección para aquellos que juegan su suerte a una sola carta; la de Estados Unidos. Es una claro mensaje para los líderes de aquellos países que cumplen la voluntad de Washington y se inclinan a su causa. Como acertadamente ha apuntado hoy sábado Hamid Reza Hayi Babai, miembro de la directiva de la Comisión de Política Exterior del Parlamento de Irán, el lema tantas veces coreado de “muerte a Saddam” ha acabado con la ejecución de éste, y algún día deberá materializarse el otro, “muerte a EEUU.”

Y, entretanto, el estado iraní no se deja arrastrar por la euforia de la alegría de hoy y tiene muy claro que el expediente personal de Saddam ha quedado hoy cerrado, pero no el de sus crímenes, que se le ha ajusticiado por sólo uno de ellos, el de Duyail, por lo que se hace imprescindible que tanto la comunidad internacional como el Gobierno de Irak haga un seguimiento de los que quedan pendientes.

La ejecución de Saddam ha la noticia más dulce que muchos habrán oído en mucho tiempo, pero en Irán, tras ese dulzor inicial, ha dejado el desagradable amargor de saber que, —al menos oficialmente—, Saddam no ha muerto en la horca por los crímenes cometido contra su país, por los cuales su población aún está herida después de 17 años. Y, lo que es todavía peor, de saber que un criminal ha sido ejecutado pero que sus cómplices siguen sueltos.

IRNA

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